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martes, 11 de septiembre de 2012

Ella y el mundo

No quería salir de la pieza. ¿No quería o no podía? ¿Importa acaso?  Obvio que importa. Aunque quizás no mucho en realidad. Se preguntaba sobre la existencia de algo allá afuera. Se preguntaba sobre la existencia de sí mismo. Se preguntaba si todo esto no será un sueño. Si no será un truco. Una broma. Un juego. Quizás si era un juego. Pero no podía evitar dudar. Hace días que no habría las cortinas ni las ventanas. El olor ya se había acumulado en la pieza encerrada. Moscas revoloteaban sobre su cama y se posaban en su cuerpo desnudo. Las ropas lo apretaban. Miraba el vacío del ser en el cielo de su cuarto. Las paredes que lo encerraban no eran más que una metáfora de su propia existencia, encerrado sobre sí mismo. ¿Para qué iba a salir de la pieza si no podía salir de sí mismo? Y menos después de todo lo que había pasado.

Lo único que quería era salir. El cielo era azul y las nubes un triste recuerdo. ¿Qué podía hacer sino salir? Quería verla. El sol brillaba para ella, la brisa soplaba para ella, los pájaros cantaban su nombre. Era bonito pensarlo. La fantasía que había construido en torno a ella. Y ¿Porqué no? Ella lo ameritaba. Estoy atrasado. Estoy atrasado. Sacaba su ropa de los cajones de su closet tirándola al suelo. ¡Mamá! ¡Mamámamámamámamá! Acá está. Salió corriendo de su pieza y de la casa.

Resuena en el viento una bocina. La bella joven se detiene en medio de la calle. Flamea su vestido al viento. El auto se detiene. Ella continúa. Se asustó. Y el mundo se detuvo por un segundo. No su mundo, EL mundo. Así era ella, tal encarnación de la belleza que el universo no podía existir sin ella. Su piel suave, sus ojos profundos, sus cabellos suaves, su cuerpo marcado por la perfección. Todos los días caminaba por esta calle, con su bolso colgando de sus brazos y los árboles sacudiéndose de éxtasis. Las ramas se extendían en saludo cordial, y ella inclinaba su cabeza al pasar. El viento soplaba y susurraba su nombre, suavemente, leve, casi.

Corre huevón corre. Llevaba su mochila colgando de su espalda, cargando el peso del mundo en ella. El cielo se oscurecía y las nubes aparecían nuevamente. ¡No! Siempre lo mismo. Corría más rápido aun. Tengo que llegar antes de que todo empeore. Su sonrisa se desvanecía con la oscuridad que se acercaba junto a la brisa, que se volvía cada vez más intensa. Se aseguraba que hubiese traído todo lo que necesitaba, no podía aplazarlo otro día más. Ya me había demorado demasiado.

Pero ella veía cómo se nublaba el mundo. Cómo su presencia cargaba con todo. El mismo aire que botaba estaba contaminado de ella. No podía continuar saludando a los árboles, que se agitaban condenándola. ¿Qué hacer cuando el mundo no puede tolerar tu existencia? Pero ¿qué culpa tenía ella? No podía hacer nada más que existir, que era todo lo que tenía que hacer para que el mundo se le fuera encima. Algo tenía que suceder, pero no podía ser su mano. Soy demasiado cobarde. Pensaba y pensaba en su vida. Nada. Nunca había pasado nada. Quizás estaba aburrida, quizás estaba cansada. Quien lo sabe. Ella ciertamente no tenía idea. Simplemente era miserable.

Cerraba sus ojos imaginando su rostro. El olor de la habitación lo hacía olvidar. Se había convertido en su opuesto. Había devenido en lo que tenía que hacer para asegurarse que el mundo existiera. El mundo habría acabado. El cielo estaba oscuro y lleno de nubes. A punto de llover. Café y gris. Todo era absolutamente café y gris. Una leve sonrisa se había incrustado en su rostro.

La veía a lo lejos. Caminando. Las nubes negras parecían seguirla. Lágrimas emigraban de sus ojos a sus mejillas, despidiéndose cariñosamente de su piel al caer al suelo. El cielo también llovía. Pero sabía que tenía que estar ahí. Veía su dolor. Y lo sentía. Tengotengotengo quequeque hacerlohacerlohacerlo. No había tiempo para pensar. No podía pensar. ¿Pensar? Y apretó el gatillo. Al abrir los ojos, porque no podía hacerlo de otra forma, se encontraba sobre el cuerpo de ella. El cielo seguía nublado. Los árboles movían sus ramas acariciados por el viento. Y su sangre empapaba el pavimento, tiñéndolo de rojo. Ya no lloraba más.

Ella caminaba por su calle, como siempre lo había hecho. Era una fuerza de la naturaleza, era una fuerza divina. Y cuando ella lo vio a lo lejos supo. Supo que sería él y sonrió.

Su rostro aparecía en el blanco del cielo de la pieza. Espantado revisa debajo de su cama. Seguía allí. Acaricia su brazo. Y se vuelve a acostar.



1 comentario:

Unknown dijo...

Intenso tormento de un hombre que en el abismo de su existencia nula, se desdobla en un viaje para volver al mismo lugar.