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lunes, 11 de febrero de 2013

Quehui



Así que esto es Quehui. El pueblo contaba una veintena de casas, sino menos; un arcoíris con los más particulares colores. La torre de la iglesia que se erguía en lo que podríamos llamar el centro, pero que no puede medirse en los mismos parámetros que una zona urbana, era la estructura más alta de la isla. Barcos pequeños cruzaban por el mar más allá de la arena de la playa que bañaba los pies de los oriundos chilotes y se mecían con las fuertes ráfagas de viento proveniente del mar interior. Quehui. De todas maneras el viejo tenía razón: es el lugar más hermoso que he visto.


Estábamos parados en el comedor de la sede vecinal. Las fiestas costumbristas llenan febrero en el archipiélago de Chiloé en las costas del sur de Chile. Acercándose al aniversario 446 de la ciudad de Castro nos dejamos caer en la Isla Grande y nos dirigimos a la sede vecinal de Gamboa Alto para su fiesta costumbrista. Viendo que hacer, nos encontrábamos observando nuestro alrededor. Había todo tipo de personas: altas, bajas, solas, acompañadas, alegres, tristes; aquella diversidad que suele acompañar los grupos humanos. Había un hombre en una esquina, cerca de la puerta de salida, con cabellos blancos y ojos pesados y el peso de la edad en sus hombros. Traté de no mirarlo por interesante que parecía, comiendo solo con una botella de vino, un plato y una lata de cerveza. Ya habiendo dado unas vueltas con la mirada al espacio, el caballero solitario nos hace un gesto con la mano para que nos acerquemos.


El viento proveniente de la Isla Grande hacía flamear mis cabellos haciendo patria sobre su cabeza vacía e intentando arrancar sus ropas para dejarlos desnudos sobre el transportador. El cigarro apenas se mantenía encendido en la mano de la mujer, corriendo a apagarse para salvarse del viento y el frío y el olor a mar que inundaba el lugar. Se miraron sonriendo y se tomaron de la mano. El hombre sacó su cámara y procuró tomar una buena toma de su acompañante, mientras ella trataba de sonreír y mantener los ojos abiertos con el viento azotando fuertemente revoloteando sus cabellos por delante de su cara. No quería esconderse pero la brisa parecía querer otra cosa. Rieron fuertemente ante la situación que les daba la bienvenida en su primer viaje al archipiélago juntos.


Llegaron a Chacao, mirando desde la ventana del bus la maravilla de los paisajes de la Isla. El canto de la gente los conmovía, así como el habla de las aves que llenaban el cielo en Ancud. Los caminos junto al mar y los botes estacionados en él los encantaban con sus movimientos seductores guiados por las olas malditas proxenetas encantadoras sirenas del extranjero. Les era imposible quitarse la sonrisa del rostro y las manos de encima, tomados por la magia de la tierra y su gente. Puede sonar siútico y eso está más que claro. Pero ustedes no saben, o quizás no quieren creer, en que Chiloé es efectivamente un lugar lleno de magia. Y cualquiera que los viese juntos podría dar fe de eso. Luego a Dalcahue y a Achao y a Queilén. No querían perderse ningún lugar.


Llegaron a Castro un día de aquellos. Pleno verano y con el sol quemando la piel y secando sus gargantas. Lo primero era ir a la feria. No el lugar mágico que uno esperaría de Chiloé pero si necesario para quitarse de encima a los familiares interesados en recuerdos o regalitos de cualquier índole, mientras pareciera folclórico. Pasearon por la bahía caminando después de eso envueltos en el velo del viento y el amor y la magia. Hasta que pasearon por el puerto y vieron los barcos y las lanchas y se sintieron llamados por ello y la sed de aventura y lo desconocido. Los llevamos a Quehui. Una islita maravillosa como a 2 horas en bote. Cantadito como buen chilote apuntaba a su lancha, nada extraordinario pero levantada orgullosa soportando el leve azote de las pequeñas olas de Castro. ¿Cómo iban a resistir?


¡Siéntense! Ahora pueden estar más cómodos. Nos sentamos frente al caballero en la mesa cuadrada, sonriendo tímidamente ante tan extraña y aleatoria invitación. Se nota que son turistas, yo vengo de Santiago. Nos miramos. Somos de Viña del Mar. Los tres compartimos risas ante la coincidencia. Me encanta Chiloé, es un lugar maravilloso, hermoso y mágico. Estoy acá desde hace un par de días y ahora vengo llegando de Mechuque que tuve un accidente y me hice cagar la pierna. Ando medio cojo como verán. Pero desde siempre que he venido a Chiloé. Con mi esposa viajábamos cada vez que podíamos pero hace unos veinte años que no vengo. ¿Han ido a otras fiestas costumbristas? Porque para estas fechas se llena. Verán la de Achao pronto y después viene la gran fiesta chilote a fin de mes. Mirábamos al viejo mientras contaba sus historias y nos hablaba de su vida en Santiago a la vez que nos reíamos y sonreíamos, conscientes ambos de lo particular de la situación.


Nos dirigimos a una pequeña casa que se parecía a la de la foto del hostal que habíamos reservado. Había sido todo muy extraño y con una tónica radicalmente distinta a la que solían tener nuestros viajes al archipiélago. Quizás eran las particulares circunstancias que nos habían llevado a Quehui para empezar, desde la invitación que nos llegó por correo, pero definitivamente tenía una sensación extraña. Se tomaron de las manos y avanzaron por las escaleras que daban a la puerta. No había señal alguna de que era efectivamente un hostal, lo cual parecía desconcertarlos un poco, pero golpearon de todas formas. Sabían que las cosas no funcionaban como ellos acostumbraban en las ciudades y eso es parte de lo maravilloso de este lugar; que estuvieran inquietos y entumecidos no era sino consecuencia de las circunstancias que los habían llevado a estar ahí.


Navegaban por el mar azul en la costa de Castro, ciudad que desaparecía en la medida en que se alejaban de ella y se adentraban en el mar abierto. Bueno, no tan abierto. La isla de Quehui iba de a poco entrando en el campo visual, una vez que pasamos la isla Lemuy, junto a su hermana Chelin. El verde se iba apoderando del espacio en la medida en que se acercaban, aunque el azul del mar nunca se perdía totalmente, inconfundible entre árboles y el pasto de los terrenos de ganado y las plantas. Se encontraban anonadados por la belleza del lugar y absortos completamente en ella y su canto de puta sirena. Bajaron del bote y pagaron a su dueño lo debido, quedando en que en un par de días llegaría a buscarlos. Se abrazaban y besaban mientras se dirigían al lugar en el que el navegante había dicho podían alojar. Él le agarró el poto a su acompañante a modo de juego mientras que ella lo golpeaba en respuesta.


¿Y ustedes que hacen? ¿Estudian? Nos costó salir un poco de la hipnosis a la cual estábamos sometidos escuchándolo. Somos estudiantes de psicología. El viejo suelta una carcajada y se golpea la cabeza. Y yo que esperaba alejarme de ustedes. Puta la huevada que es difícil. Continúa riendo. No sabíamos bien cómo reaccionar ante ello y optamos por reír también, entendiendo que algo relacionado con nuestra carrera hacía el caballero. ¿Por qué? Hizo un esfuerzo por calmarse. Es que soy profesor de psicología en un liceo en Santiago. Ahora nosotros nos reímos más fuerte que nuestro acompañante. Conversamos de actualidad: selección universitaria, protestas, educación. Divagando como desde el principio de nuestra conversación, sin cambiar el curso del devenir de la conversación sin curso, atados al aliento errante del viejo canoso y al rugir incesante de las conversaciones de los vecinos. ¿Han ido a Quehui alguna vez? Con mi mujer íbamos siempre que veníamos al archipiélago. Respondimos negativamente con la cabeza. Quiero que entierren mis cenizas allá. Ya le dije a mi hijo que tenía que hacer eso. Soltar mis cenizas y las de su madre al costado de la iglesia. Lo miramos cada vez más absortos en su relato. Y bueno, mi mujer falleció hace unos años ya, así que me queda esperar nomá, aunque yo le había dicho que yo tenía que morir primero. Pero por eso ando con sus cenizas acá, siempre viajo con ella.


Una vez en el hostal se miraron a los ojos y dijeron que iban venir cada vez que viniesen a Chiloé y que iban a venir a Chiloé seguido, lo más posible. Conocieron y reconocieron la isla el par de días que tuvieron antes de que los recogiera el navegante. Le agradecieron con un abrazo haberles presentado tan hermoso lugar y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían conocido y que iban a venir siempre que pudiesen. Se bajaron felices y continuaron su viaje: Cucao y Quellón. Y cada vez que volvieron a Chiloé, que no fueron pocas veces, juraban que sus cenizas iban a quedar en Quehui. Hasta que la mujer, enferma de un cáncer que la acosó por años, falleció y el hombre quedó solo. Y luego viejo.


A la noche golpearon la puerta de su habitación en el hostal de Quehui. Al abrir la puerta nos encontramos con un hombre de unos treinta años, no muy alto y un poco rellenito; una barba negra cubría su cara y un pelo negro largo su cabeza. No era muy memorable, de no ser por la mirada en sus ojos. Una mirada familiar. Lo saludamos de abrazo antes de que dijera cualquier cosa y le dimos nuestro pésame por su pérdida. Muchas gracias. Es hora. No tuvimos que sacar nada de la habitación. Salimos del hostal siguiendo al caballero, en dirección a la iglesia de Quehui.


Bueno chiquillos, es hora de irme. Pone un corcho sobre la botella para taparla. Eso me lo enseño mi esposa. Solía emborracharme mucho porque no quería desperdiciar un vino cuando salíamos; siempre sobra o siempre falta. Guarda la botella en su mochila y saca una cámara. Nos pregunta los nombres y apunta con su máquina fotográfica en dirección a nosotros. Nos agradece la conversación y se retira, con la mochila a cuestas y cojeando, evidenciando su accidente. Probablemente lo volveríamos a ver. O eso queríamos pensar como si de alguna manera nuestras vidas estuvieran sincronizadas, o si en el devenir de ésta fuésemos a intersectar fortuitamente nuevamente. Qué bonito es pensar así. La verdad es que nunca más lo vimos.


Ya nos encontrábamos de vuelta en el continente. Ya había pasado el tiempo y se notaba. Ya habíamos vuelto a Chiloé muchas veces. Pero nunca nos fuimos realmente; verdaderamente. Hasta que una carta llega por el correo. Inusual. Una carta con un nombre familiar, pero sin rostro, cercano pero a contraluz. Leímos el contenido y recordamos. Estimados amigos. Esta carta se las dirijo porque es hora. Nunca olvidé nuestra conversación y espero que ustedes tampoco lo hayan hecho. Si están leyendo esto es porque nos encontraremos en Quehui. Mi hijo estará haciendo todos los trámites para ir a dejar mis cenizas y espero que estén ustedes ahí también. Espero que puedan cantar bajo las estrellas del sur al costado de la iglesia en mi nombre y mi memoria. Espero que puedan cantar también en memoria de mi esposa. Ambos seremos juntos parte del viento y nos perderemos en la noche. Y también seremos parte de la tierra. Y el agua. Sólo espero que puedan acompañarme. Se despide atentamente. Su amigo.


El viento proveniente de la Isla Grande hacía flamear sus cabellos haciendo patria sobre sus cabezas vacías e intentando arrancar sus ropas para dejarlos desnudos sobre el transportador. El cigarro apenas se mantenía encendido en la mano de la mujer, corriendo a apagarse para salvarse del viento y el frío y el olor a mar que inundaba el lugar. Se miraron sonriendo y se tomaron de la mano. El hombre sacó su cámara y procuró tomar una buena toma de su acompañante, mientras ella trataba de sonreír y mantener los ojos abiertos con el viento azotando fuertemente revoloteando sus cabellos por delante de su cara. No quería esconderse pero la brisa parecía querer otra cosa. Rieron fuertemente ante la situación que les daba la bienvenida en su último viaje al archipiélago juntos.



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